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Ex libris
No son los muertos los que descansan
bajo la piedra fría,
muertos son los que teniendo el alma muerta
caminan todavía.
(Inscripción en la puerta de un cementerio)
Me preguntan ustedes de nuevo sobre el paradero de mi marido y he
de decirles que no tengo ganas de seguir mintiendo. Estoy cansada, no
de este interrogatorio, sino de este mundo. Les contaré mi historia si
me complacen no interrumpiendo.
Desde muy pequeña tuve una relación especial con los libros. Mi
padre, un hombre severo e inteligente, nunca permitió que nos faltara
de nada tanto a mi madre como a mí, pero gastaba el poco dinero que
podía ahorrar en libros. Puesto que no tuve hermanos con los que
enredar, ni juguetes con los que entretenerme, desde que yo recuerde
utilicé los libros como diversión. Haciendo grandes torres, poniendo
uno sobre otro los gruesos tomos que podía alcanzar con mis
pequeñas manos, o tumbándolos sobre su tapa para hacer grandes
carreteras que surcaban todo el salón, dando siempre rienda suelta a
mi fantasía, y volviéndolos a colocar con sumo cuidado antes de que
mi padre volviera a casa.
Tendría ya once años cuando un día, al coger un libro al azar para
jugar como siempre, cayó de él, de forma casi misteriosa, una rosa que
había quedado disecada entre sus páginas, aplastada, seca. ¿Quién
podría haber puesto aquella flor ahí? ¿Y con qué motivo? Con el libro
todavía entre mis manos me senté en un sofá y leí su título: